domingo, 6 de septiembre de 2009

Mea Culpa

Ya sé, ya sé, no me puteen . La entrada que van a leer está atrasada casi tres meses, es de cuando Lucas tenía siete, escrita cuando las vacaciones todavía no eran un recuerdo lejano, borroneado por el tiempo, casi como si nunca hubieran sucedido.

Permítanme sin embargo decir algo para explicar el retraso: soy un vago de mierda.

Así que lean, disfruten y no hinchen; hay cosas peores que atrasarse en actualizar un blog, ¿verdad?

¿Verdad?

¿Hay alguien ahí...? ¿Hola?

Listo. Ya tiene siete meses.

Increíble, ¿verdad? El recién nacido diminuto, frágil e indefenso que nos entregaron en la clínica se ha convertido en un bebé regordete, risueño, el doble de largo y veinticuatro veces más pesado.

Que lo atestigüen mi columna y la de Yasna, torturadas sin piedad por el peso inconmensurable de Lucas cada vez que hay que mecerlo para que se duerma. Tomarlo en brazos es como viajar a un planeta donde hay cuatro veces la gravedad terrestre.


Pero divago. Habíamos quedado en que la llegada de Jessica había hecho, por fin, una diferencia a favor en nuestra vida asolada por las nanas-Houdini, es decir, las que hacen actos de desaparición.

La felicidad es emífera, igual que la fama, y dada la mala cueva que me caracteriza en algunos aspectos de la vida –nunca, jamás me manden a hacer un trámite, por ejemplo- estaba claro que este remanso tampoco podía durar.

Un detalle importante que obvié mencionar antes es la razón por la cual optamos por la señora Marta (Nana-Houdini Nº 2) en vez de Jessica en primera instancia: con gran candidez, ella nos comentó que años atrás había sufrido de depresión y faltado bastante a trabajar, pero que estaba recuperada.

Eso la relegó al 2º lugar en la lista, que se convirtió en el 1º cuando Martita nos colgó la galleta. Pero convengamos que, una vez más, tomamos una decisión bastante forzada por las circunstancias: dado que la lista no tenía un 3º nombre, era Jessica o el precipicio.


La verdad, al principio todo fue miel sobre hojuelas. Atendía bien a los niños, era alegre y respetuosa, y en términos del aseo y las tareas de la casa era más que perfecta: cocinaba increíble, planchaba excelente, limpiaba, pulía y desinfectaba. No era extraño encontrarla con todos los muebles corridos, restregando mugre pegada en los rincones desde antes de que nosotros compráramos la casa. Un día llegué, y la alfombra del living no estaba: la había enjabonado y cepillado y la tenía en el patio secándose.

Si tenía algún defecto, es que era demasiado locuaz, por lo cual nos enteramos de toda su vida –y cuando digo toda, quiero decir TODA- y de las numerosas desgracias que la aquejaban, principalmente estar separada de su hijo que vivía en Perú con los abuelos. Ella los mantenía a todos, incluidos dos hermanos varones que sufrían de una alergia virulenta al trabajo.

Así fuimos dándonos cuenta de que la alegría que mostraba era una capa superficial que escondía un montón de sufrimiento y traumas de la infancia. Nos daba pena, pero no penita condescendiente, sino más bien una pena enojada, porque toda su familia vivía de su esfuerzo sin mostrar ni el más mínimo interés en sus sentimientos.


Así que Yasna y yo la aleonábamos para que se rebelara, se trajera a su hijo a Chile y dejara de mantener a esa tropa de zánganos.

Lo que conseguimos fue que decidiera irse a Perú en Marzo. Dejándonos sin nana. Otra vez. Apenas dos meses después de encontrarla. Nana-Houdini Nº 3, por la rechucha.

O al menos eso parecía. La verdad es que a la hora de hacer números se desayunó con que, a pesar de que su ex le iba a regalar el pasaje, no tenía ni un peso ahorrado para moverse allá (y es que mantener a un niño y cuatro inútiles en Perú cuesta re-caro), por lo cual finalmente decidió no ir.

Aleluya, dijimos nosotros, sintiéndonos culpables por sentirnos tan aliviados… Pero en realidad, ahí comenzaron los problemas en serio. Y en serie.


No poder ir a Perú donde su hijo, al que no veía desde hacía más de un año, le disparó de nuevo la depresión.

El primer signo grave lo gatillaron las vacaciones familiares que planeábamos para Febrero. Era entonces o nunca, porque justo en Febrero se tomaban receso en la empresa donde Yasna acababa de empezar a trabajar, así que no podíamos permitirnos otra fecha.

Yasna y yo teníamos re-claro que si pretendíamos lograr algo parecido a descansar, no podíamos irnos solos con los dos nenes. De hacerlo, las vacaciones se convertirían en una especie de Test de Cooper de atención a infantes; cerca del mar, pero sin ni un minuto para relajarse o dormir más de la cuenta o salir a tomar un trago.

Así que le dijimos a Jessica que nos la llevaríamos con nosotros a la playa. Ya que no iría a Perú, por lo menos podría salir unos días de Santiago, asolearse y mojarse las patitas en el mar. Además, le pagaríamos extra por trabajar los diez días puertas adentro, y cuando volviéramos tendría 5 días libres para disfrutar con su pareja. Genial, ¿verdad?

Genial, claro, siempre y cuando la nana en cuestión no sea una orate con claustrofobia que no puede distinguir entre sus fantasías y la realidad. Que era precisamente el caso al que nos enfrentábamos.

En honor a la verdad, Jessica nos había dicho que no le gustaba trabajar puertas adentro cuando se lo propusimos. Decía que la idea de no poder irse a su casa al final de la jornada de trabajo la angustiaba, y por eso prefería trabajar puertas afuera.

Pero bueno, acá estábamos hablando de diez días, no de cadena perpetua precisamente, y en la playa con todos los gastos pagados + plata encima.

La empezamos a notar un tanto rara, ya no tan alegre como siempre, como si algo la preocupara. Faltando unos pocos días para salir hacia Papudo, con el adelanto por el alquiler de la casa ya pagado, finalmente nos soltó la pepa: llevaba días con ataques de pánico, sudoraciones, taquicardia, ideas fijas trágicas y ataques de angustia.


Un estado de ánimo totalmente esperable cuando estás a punto de irte diez días a la playa, aunque sea a trabajar, ¿verdad? Pero bueno, ella se había imaginado –y por lo tanto estaba convencida de que así sería- que la íbamos a dejar todo el día sola en una casa perdida en medio del campo de la cual no tendría escapatoria posible.

De nada sirvió explicarle que la casa estaba a tres cuadras del centro de Papudo y a cinco de la playa, y que en el pueblo había luz eléctrica, teléfonos y buses, sin mencionar a otros miles de personas, por lo cual no era precisamente un páramo reseco y agrietado, abandonado de la mano de dios. De hecho, la cercanía a la playa era un problema adicional, pues también le tenía terror al mar, era que no.

En fin, sólo le faltó imaginarse que la dejaríamos todo el día encadenada en el sótano, a oscuras y luchando con las ratas que tratarían de devorarle los dedos, sólo para regresar en la noche a cortarla con gillettes, echar sal en las heridas y bailotear a su alrededor embadurnándonos con su sangre. Después de que bañara a Facu y acostara a Lucas, claro.

Tuvimos que rendirnos a la evidencia: no habría nana en las vacaciones, y eso las convertía en un panorama desolador. Tener que ocuparnos de los dos enanos durante diez días, sin ayuda, las 24 horas… No es que no fuéramos capaces, pero no serían vacaciones. Sería solamente cambiar de escenario para hacer lo mismo que hacemos todos los fines de semana, pero más días. Volveríamos reventados, y habiendo gastado un montón de plata, además.


Cuando yo ya estaba bastante dispuesto a hacerme el hara-kiri y usar mis propias tripas como corbata, Yasna tuvo una idea salvadora: Llamó a su mamá para “invitarla” a vacacionar con nosotros. Y tate: Juanita aceptó. Le mandamos los pasajes y como al cuarto día de estadía en Papudo, llegó con una valija que pesaba una tonelada y el pino de las empanadas listo (Juanita hace las mejores empanadas fritas de carne del universo. Créanme).

De allí en más las vacas mejoraron bastante, ya que pudimos permitirnos ciertos lujos, como salir de noche solos a un bar, algo que hacíamos bastante seguido en los tiempos en que éramos “Yasna y Ariel”, o sea, antes de convertirnos en “Mami y Papi”, pero que se ha vuelto una rareza desde entonces.


La verdad es que lo pasamos muy bien, y tuvimos buen tiempo, algo indispensable para vacacionar con críos, porque… ¿qué hacés en la playa con dos niños si no podés ir al mar? Embolarte mirando la tele, obvio. Y ponerme de un humor de perros, también, claro. Si no me creen, los invito a recordar nuestro llovido y ventoso viaje a Buzios, todo un clásico de las vacaciones pedorras.

Pero, gracias a Baal, Astarté y Anubis, no fue el caso. La mayor parte de los días estuvieron soleados y los pocos que no, los aprovechamos para conocer los alrededores de Papudo.

La rutina indicaba despertar cuando a Lucas se le cantaba las pelotas, cambiarlo y alimentarlo, para después no tener más remedio que levantarnos porque se despertaba Facundo con el barullo. Seguía desayuno y alguna actividad matinal no muy exigente. Cuando apenas habíamos terminado de desayunar, Juanita empezaba a servir el almuerzo. Qué manera de morfar, pardiez!

Una vez digerido -en parte- el almuerzo, empezábamos a preparar todo para ir a la playa. Con dos nenes chicos, esto se parece bastante a organizar una expedición a los Himalayas: uno tiene que llevar tantas huevadas que se demora dos horas en estar listo, y cuando está listo, se da cuenta de que el sol ya está casi, casi, tocando el horizonte… ¡A correr mierda…!

Por eso, empezábamos a prepararnos a eso de las dos, para poder llegar a la playa a las tres y media, cuatro, cuando el sol y la capa de ozono ya no están tan asesinos psicópatas, y podemos exponer a Facundo –y a mi propia piel blanco teta- a sus rayos sin quedar instantáneamente asados.


Lucas era un cuento aparte. Dados sus cortos tres meses al momento del viaje, lo metíamos en una pequeña carpa sentado en su silla de viaje, donde alternativamente dormía la mona o se entretenía tratando de esquivar el techo que se le venía encima con cada racha de viento costero. La carpa que teníamos es poco más que un juguete, por lo que la estructura terminaba acostada en la arena cada vez que había algo más que una leve brisa.

Pero en general, la vacaciones estuvieron bien. Fuimos a la playa de un condominio privado muy, muy caro, que tenía una playa espectacular, pero llena de avispas, y junto a la cual estaban construyendo una torre de departamentos, por lo cual nos fuimos rápidamente buscando panoramas más silenciosos y menos aguijoneados. Fuimos también a otra playa, escondida tras kilómetros de camino de tierra sin señalizar, que nos aseguraron era la preferida de mis hermanos, los surfistas, a la cual se llegaba después de vadear a pie la desembocadura de un río. Era espectacular, pero el viento amenazaba llevarse a nuestro hijo menor, así que tampoco nos quedamos mucho.

Si, las vacaciones estuvieron bien, no tanto como cuando nos íbamos solos los dos y podíamos realmente descansar, pero bien. Digamos que cuando volvimos, no estábamos más cansados que al partir, y eso es todo un logro.

Pero como suele decirse, lo peor siempre está por venir. De regreso a nuestra rutina diaria, no pasó ni un mes cuando todo comenzó a tambalearse… no, eso no describe correctamente la situación. Cuando todo se empezó a ir al carajo de nuevo.

Pero eso es una historia para otro día. Así que… continuará, mierda!

miércoles, 28 de enero de 2009

OMFG!!! Ya tiene dos meses!

¿Cómo es posible que haya pasado tanto tiempo? Si parece que ayer en la tarde estaba calzándome la cofia y el barbijo para entrar, otra vez, a la sala de operaciones a ver cómo despanzurraban a Yasna para sacarle de la guata a nuestro segundo retoño?

Yow. Estos primeros dos meses, tal como pasó con Facu, han sido una ráfaga. No los he visto pasar.

Pero vayamos por partes, como dijo el descuartizador de Boston: Yasna tuvo un embarazo excelente, con muy pocas molestias que se acabaron antes de entrar al segundo trimestre. El parto fue hiper recontra programado, ya que mi amada no estaba dispuesta ni cagando a pasar por las 27 horas de trabajo de parto inducido -al pedo- que le infligieron en el Hospital de la Católica, para al final terminar haciéndole una cesárea igual.

Nah, le dijo bien clarito al médico que quería que la pusieran bajo el cuchillo ipso facto, sacaran al crío y la cosieran igual de rápido. Nada de weás. Y yo estuve de acuerdo, por supuesto: el nacimiento de Facu fue lo más parecido a una sesión de tortura legal administrada por profesionales titulados, pero bueno, era el hospital de la Católica, ¿no? Ya se sabe que si tienen que elegir entre honrar el juramento hipocrático de nunca causar daño al paciente o respaldar la sentencia bíblica de que “parirás tus hijos con dolor”, la elección se hace sola. El dolor purifica, sobre todo si el que lo sufre es otro.

Por ello, decidimos que nuestro segundo hijo nacería en una clínica lo más laica posible, atea, ojalá. Entre el cielo con dolor y el purgatorio, pero sedada, la negra no tenía dónde perderse.

Viéndolo retrospectivamente, creo que tuvimos sólo dos preocupaciones durante el embarazo: saber si esta vez sí era una nena, y cómo iba a tomar Facundo la llegada de un intruso que venía a destrozar para siempre su mundo perfecto.

La primera interrogante se despejó vía ecografía en Julio. Ese día andábamos Yasna, yo, Facundo, mi mamá y mi papá. Por supuesto, entramos todos juntos a la sala de ecografía. Éramos como una extraña versión de los Campanelli: tutta la famiglia unita, pero no para morfar ravioles, sino para mirar la pantallita a ver si encontrábamos un par de bolas o no. Para decepción de mi vieja –que aún no perdía la esperanza de tener una nieta- las encontramos, claritas y acompañadas de la pistola correspondiente. Era Lucas, nomás. Y menos mal, porque no teníamos nombre de nena.

La segunda era más jodida, y los presagios eran poco alentadores: después de enterarse que tendría un hermano, Facundo –que aprendió a controlar esfínteres en el curso de un solo fin de semana, y nunca, ni una vez, se hizo caca encima- comenzó a orinarse en la cama por las noches, y a ignorarnos o cambiar de tema cada vez que intentábamos hablarle de lo maravilloso que sería compartir su vida con un invaso… er, hermano menor.

Para mayor abundamiento, al momento de dejarlo con los abuelos para irme al quirófano, hizo un escándalo de proporciones, lloró a mares, agotado al fin se durmió a upa de mi papá y le meó toda la ropa. Toda la preparación previa que hicimos –o tratamos de hacer- estaba rindiendo sus frutos, qué duda cabe.

Así que al momento de presentarle a Lucas, pedimos quedarnos los cuatro a solas y vivirlo como familia: de esa manera no habrían testigos y sería más fácil esconder la evidencia si trataba de ahorcarlo o algo así.

Pero no, resultó mucho mejor de lo esperado: recibió emocionado el Jeep gigante que le trajo su hermano de regalo desde el limbo de donde provienen los bebés, lo acarició, le sonrió y se mostró complacido. Después se puso a jugar con el Jeep.

Hasta el día de hoy adora a su hermano, y si bien se pone celoso cuando le prestamos demasiada atención a Lucas, nunca lo ha agredido; al contrario, lo acaricia y lo aprieta tanto que el otro se retuerce desesperado, tratando de librarse de tales expresiones de afecto, que más parecen llaves de lucha libre que abrazos.

Para mi vano orgullo, Lucas se parece muchísimo más a mí que Facundo. Bueno, Facu recién nacido también se parecía a mí –o así me mentían todos- pero ahora es pura mamá, así que dentro de un par de años revisamos el tema de a quién se parece, ¿OK? Mientas tanto, puedo vanagloriarme de sus ojos verdes iguales a los míos (que le han valido su primer mote: bebé Paul Newman), y de su ceño permanentemente fruncido también igual al mío. Bebé serio.

La adaptación ha sido más fácil, porque claro, tenemos la ventaja de ya habernos mandado todos los cagazos con Facundo, así que algunas cosas nos resultaron más sencillas esta vez. Rápidamente le ordenamos el sueño, y desde hace un par de semanas toma su última teta a eso de las 12 de la noche y pasa de largo hasta las 6 AM. ¿Qué tal? Si necesitan adiestrar un bebé, búsquenme en las Páginas Amarillas. Cobro caro, pero valgo cada peso.

La leche materna ha cumplido cabalmente su misión, y el beibi ha engordado y engordado, ya está panzón como su padre, lleno de rollos y con unos mofletes que dan ganas de morderlos, y que le han significado –adivinen- dos nuevos motes: Pequeño Luchador de Sumo y Akebono (para los que no viven en Nerd City, y desconocen esta clase de información vital, Akebono es el único campeón de sumo no japonés que ha habido).

En general, Lucas es un bebé tanto o más tranquilo que Facundo a su edad, llora poco y solamente cuando tiene hambre, sonríe a toda encía a la más mínima cosquilla y rezonga indignado cuando se da cuenta de que está solo. De hecho, la única manera de comer tranquilos es ponerlo en su silla mecedora al lado nuestro en la mesa, si no, reclama sin parar hasta que alguien le da bola. ¿Aceptar un no por respuesta? No este bebé.

Lo que sí, nuestra vida se ha trastornado de manera increíble. La verdad es que con Facundo ya estábamos más o menos habituados y teníamos la situación bajo control. Cuando se nos enfermaba y no podía ir al jardín la cosa se descontrolaba un poco, pero en general la piloteábamos. Claro, nuestra vida social se redujo casi a cero y nos la pasábamos corriendo para cumplir con un horario más apretado que tapa de submarino, pero, el hombre es animal de costumbres, y la mujer también.

Ahora, simplemente nos quedó la cagá. Tener dos hijos es mucho más que el doble de trabajo, o eso nos parece. Llegamos a casa y antes de darnos cuenta son las once de la noche y Facundo no está bañado, ni siquiera ha comido… y a Lucas le toca teta --otra vez. Cuando finalmente logro que Facundo se duerma, voy a conversar un rato con Yasna… y la encuentro raja durmiendo. Tres segundos enteros después, yo estoy igual.

Tuvimos que rendirnos a la evidencia de que el día no es lo suficientemente largo como para trabajar y ocuparse de los niños… al menos, no como uno quisiera, por lo cual terminamos guateando en una u otra actividad (o en ambas), y la verdad es que no podemos darnos ese lujo: no podemos perder el laburo, pero tampoco queremos tener que vender la casa, un riñón y mis córneas para pagar una pequeña fortuna en terapia que permita a nuestra prole superar nuestro irresponsable abandono.

Así que… a buscar nana, mierrr…! Considerando la crisis, yo estaba seguro de que habría montones de señoras, con años de experiencia y excelentes referencias, dispuestas a luchar en el barro con tal de ganarse una oportunidad de cuidar a dos niños dóciles y magníficamente bien educados como los nuestros…

Así de pelotudo soy.

Llevamos dos meses -que han parecido años- buscando una nana para nuestros dos retoños mientras Yasna y yo trabajamos… para poder pagarle a la nana –ejemplo de círculo vicioso de clase media si los hay.

Primero buscamos infructuosamente a María, la antigua nana de Facundo, la cual estaba trabajando en otra parte, y se resistió heroicamente a nuestros esfuerzos cada vez más directos –y desesperados- por hacerla renunciar a su trabajo y venirse con nosotros. Intentamos todo: manipulación sutil, chantaje emocional, implantación de culpas, apelaciones a su codicia… Nada resultó.

Pero, a falta de pan… ella misma nos trajo a su sobrina, recontra-recomendada, así que la contratamos. Arreglamos las platas, el horario y las responsabilidades, y todos éramos felices y comíamos perdices. El viernes 2 de Enero, fecha en que Ana comenzaba a trabajar, Yasna y yo nos levantamos emocionados por la nueva etapa que emprenderíamos tan pronto dieran las 8:00 y ella golpeara la puerta…

Pero dieron las 8:00, las 9:00 y las 10:00 y de la nana… ná. Nunca llegó, nunca nos llamó, y cuando nosotros intentamos llamarla –las ochocientas veces- nos respondía inmediatamente el desagradable buzón de voz, señal inequívoca de que tenía el celular apagado…

Empezamos bárbaro.

Después de eso, recurrimos a todas nuestras redes, cada vez más desesperadamente, hasta que incluso amigos de años empezaron a no contestarnos el teléfono para que los dejáramos en paz…

Así llegamos casi de casualidad a la casa de acogida para inmigrantes de la hermana Fresia. Allí llegan mujeres de varios países –peruanas sobre todo- , les dan alojamiento y las ayudan a conseguir trabajo… por un precio, por supuesto (recuerden que depende de la iglesia). Uno puede ir y entrevistar a varias candidatas, y la que más te convence, pues te la llevas, coño!

Conversamos con cuatro candidatas, y de ellas nos gustaron dos. Optamos por una señora de unos 50 años que se presentó tan proactivamente y era tan simpática que nos pareció ideal. Tan ideal, de hecho, que a los cinco minutos me empezó a dar mala espina…

Yo soy así, más desconfiado que espía soviético. Es, seguramente, por mi condición de rock star, que me tiene acostumbrado a aduladores y lameculos interesados, capaces de decirme cualquier cosa con tal de ganarse mi favor… Bien, el punto es que cuando regresamos a la casa de acogida y mencionamos que íbamos a contratar a esta señora, la voluntaria que nos atendía unió las manos sobre su corazón, y con una sonrisa beatífica nos dijo “¿La señora Marta? ¡Qué excelente decisión! Ella es una persona de fe, participa muchísimo en la iglesia, cocina increíble, es puntual, honesta y trabajadora. De hecho, varios creemos que es la reencarnación de Sor Teresa de Calcuta, le pedimos milagros y le hacemos promesas…”

Yasna me miró como diciendo “¿Te convenciste ahora, cerdo malintencionado de mente sospechosa?” Y yo, “Sí, mi vida”. Y como el hierro hay que martillarlo mientras está caliente, nos la llevamos al toque para que conociera la casa y arregláramos los detalles.

Ya en casa iba todo viento en popa, cuando durante la conversación mencionó que era una persona más bien callada y que no le gustaba hablar de sus problemas. “Qué mejor”, pensé para mis adentros mientras me iba al computador a buscar en Internet cuáles eran las mejores opciones de transporte que tenía para llegar a nuestra casa.

Diez minutos después, al regresar al comedor, me la encuentro llorando a moco tendido y Yasna con cara de “Auxilio. En serio, auxilio”. Que su hijo tenía trastorno obsesivo-compulsivo y por eso su esposa lo había abandonado y no le permitía ver a su bebé. Que su padre le había dado la espalda cuando se relacionó con un hombre separado que ya tenía niños con su anterior mujer. Que había tenido una tienda de electrodomésticos y la estafaron y perdió todo… Y lloraba y lloraba.


Yo le di un pañuelo mientras pensaba “menos mal que no le gusta hablar de sus cosas” y también “por suerte, parece una persona estable y equilibrada, ideal para dejarla a cargo de mis dos hijos”

Más alarmas de emergencia se encendieron cuando me pidió plata adelantada para transporte. O sea, que fuera maníaco-depresiva no era tan malo, pero que me pidiera plata adelantada… Ahí sí que se pudrió el rancho…

Pero, por alguna extraña razón, en vez de echarla a patadas, quedamos de acuerdo en que al otro día empezaba a trabajar a las 8:00. Retrospectivamente, no entiendo cómo pudimos seguir adelante con este personaje, supongo que uno a veces hace cosas estúpidas cuando está desesperado.

Al otro día se produjo una suerte de deja-vú, cuando llegaron las 8:00, llegaron las 9:00, llegaron las 10:00… y la única que no llegó fue la nana. Otra vez.

Nada que hacer, así que llamamos a la segunda de la lista, la cual llegó puntualmente a la entrevista, y arregló con nosotros todos los detalles mostrándose alegre y sincera. Claro que el que se quema con leche, cuando ve la vaca llora, así que le hicimos prometer, jurar y rejurar sobre la Biblia (en realidad era un libro de cocina en edición deluxe) que sí iba a volver al otro día.

Por la mañana nos levantamos temprano y desayunamos sin decir palabra, mirando del reloj a la puerta y de la puerta al reloj, cuando, faltando diez minutos para las 8:00, golpearon la puerta. Al abrir, nos encontramos con Jessica, rodeada de un halo de luz divina, mientras docenas de angelitos rubios revoloteaban a su alrededor tocando trompetas y mostrando lienzos donde podía leerse “aleluya” escrito en centenares de idiomas… o eso nos pareció.

Así las cosas, nuestra vida dio un vuelco para mejorjorjorsísimo. Jessica es un amor, cuida muy bien a los niños, y tiene nuestra casa tan limpia y ordenada que llega a brillar. Podemos irnos a trabajar tranquilos sabiendo que al volver habrá comida rica y niños sin mocos ni caca esperándonos. Incluso he notado con asombro que las camisas que me saco en la noche, al otro día vuelven a aparecer, inmaculadas y planchaditas, colgadas en el ropero. Qué lindo es ser burgués.

Pero como todo lo bueno tiende a durar poco, ya nos avisó que en Febrero debe viajar a Perú a ver a su hijo que la extraña y la necesita, así que… continuará, mierda!